Abelardo
Benavides se había vuelto
rico de la noche a la mañana. O por lo menos eso pensaba Dimas Maldonado, su
rival. Los dos eran carpinteros y aunque Dimas sabía que sus ingresos superaban
con creces a los de Abelardo, este había exhibido últimamente lujos hasta
entonces inaccesibles para ambos. Por ejemplo, dos domingos seguidos había
asistido a misa estrenando zapatos de charol; también se había comprado un reloj
de pulsera, un abrigo negro, un sombrero a la moda y se aplicaba finas
lociones. Pero lo más sospechoso eran los viajes misteriosos de Abelardo a la
capital al final de cada mes.
Con estos
antecedentes Dimas llegó a la
conclusión de que Abelardo había encontrado una guaca, al fin y al cabo vivía
solo en una casona heredada de su madre, quien supuestamente había sido nieta
de un poderoso hacendado.
En tiempos
pasados se daba el caso de que personas acaudaladas temerosas de perder su
riqueza en algún tumulto
político la escondieran dentro de los gruesos muros de tapia pisada de sus
casas, generalmente se trataba de vasijas de arcilla llenas de monedas de oro.
En otras regiones se les conoce como entierros o moyas, pero en Málaga, donde
tuvo lugar esta historia, «guaca» era el término más utilizado.
Ocurría con frecuencia que los
legítimos dueños morían prematuramente sin haber revelado a nadie su secreto y
el tesoro permanecía oculto por varias generaciones.
Convencido de
que tal había sido el
caso con algún antepasado de Abelardo, Dimas aprovechó una de sus ausencias
para entrar a su casa y robar el botín. La puerta trasera estaba protegida
solamente por un cerrojo sencillo.
Una vez en el
interior, sin dejarse llevar por el apremio, Dimas inspeccionó cuidadosamente los posibles
escondites: debajo de la cama, en el ropero, bajo las tablas sueltas del
entablado, en los cajones del escritorio, en el cuarto de San Alejo, detrás de
un cuadro del Sagrado Corazón, pero no encontró señal alguna. Estaba a punto de
darse por vencido cuando reparó en una alacena cerrada con candado en el fondo
de la cocina. Valiéndose de sus artilugios de carpintero removió la puerta y se
halló de repente frente a tal cantidad de oro como jamás hubiera imaginado.
La tradición habla de que toda guaca viene
con su fantasma incluido. Esta era una circunstancia que Dimas o bien ignoraba
o había pasado por alto cegado por su codicia.
Tal vez sea
la codicia uno de los pecados más
graves del mundo de los fantasmas, de otra forma no se explica la transformación
que tuvo lugar. Al tocar la primera moneda, el pobre Dimas sintió una corriente
eléctrica que recorrió todo su cuerpo, y tras ella tuvo la sensación de que en
su cabeza comenzaban a crecer cuernos. Asustado quiso palparlos para
asegurarse, pero sus manos ya no eran manos, sino pezuñas. Lanzó un grito
desesperado, pero lo que salió de su boca fue: «beee...».
Los vecinos
cuentan que de la casa de Abelardo emergió
un macho cabrío con cuernos de oro que atravesó el pueblo y corrió por el
camino de herradura montaña arriba.
Entre los
testigos del acontecimiento estaba Raúl
Puentes, el carnicero, quien se apresuró a montar en su caballo y salió en su
persecución. Otros lo siguieron con redes y escopetas, pero no encontraron
rastros del cabro. La búsqueda continuó al día siguiente y se prolongó por
semanas, sin resultado alguno.
Años más tarde un campesino llamado
Genaro Vélez lo encontró, aunque ya no de carne, hueso y oro, sino tallado en
la pared de un cerro.
Hoy en día uno de los atractivos turísticos por excelencia en Málaga, Santander, consiste precisamente en encontrar el cabro en la llamada «Peña del Cabro».
*Doctor en
Ingeniería, Hokkaido
University, Japón. Ganador del Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de
Educación. Autor de los libros «Aprendizaje Creativo», «Más allá de la Caverna»
y «Libérate Escribiendo», entre otros.